PIZARRO EN CAJAMARCA
LA LEYENDA DEL ORIGEN
Cuando los españoles llegaron a tierras incas pudieron escuchar en boca de algunos ancianos, el relato que del nacimiento de su propio pueblo estos les hacían. Según contaba la tradición, hacia miles de años existía un pueblo a orillas del lago Titicaca, tan primitivo que el Sol envió a dos de sus hijos, Manco Cápac y Mama Ocllo, para civilizarlos y educarlos. Surgidos de la profundidad del lago y resplandecientes por el brillo del Sol en su piel, ambos personajes, que eran a la vez hermanos y esposos, fundaron la ciudad de Cuzco, donde enseñaron como cultivar la tierra, labrar los metales y criar a los animales.
Aportaron tanta prosperidad que, rápidamente, el inca -nombre con el que conocía al propio emperador- se convirtió en el pueblo dominante, extendiendo sus dominios desde Quito en el Norte, hasta el océano en el Sur; y desde el océano Pacifico en el Oeste, hasta el Amazonas en el Este. Para comunicar entre si tan vasto territorio se construyeron caminos de piedra, autenticas autopistas de la época, que eran recorridos por chasquis, corredores experimentados cuyo cometido consistía en llevar noticias de una aldea a otra. Estas carreteras maravillaron en extremo a los españoles, convirtiéndose también en una amenaza para sus vidas, ya que fue gracias a ellas por las que los diferentes pueblos supieron de la llegada de extranjeros ávidos de oro, ante los que era necesario unirse para hacer frente común.
Preparados los pertrechos necesarios, la expedición de Pizarro partió de Panamá el 20 de enero de 1531, dfa de San Sebastián, con 180 españoles, 37 caballos, cerca de 100 indios nicaraguas y una docena de esclavos negros. Exiguo ejercito en inicio para conquistar un imperio tan vasto como el inca, pero que a la postre se mostraría mas .que suficiente. Pero no adelantemos acontecimientos, y ciñámonos a estos instantes iniciales. En su camino hacia el sur, en busca de la ciudad conocida como El Dorado, los castellanos debieron luchar contra diversas aldeas hostiles, sortear ríos caudalosos, ascender montes y descender valles; siempre ante la expectativa de que el siguiente amanecer pudiera ser el último de sus vidas. Fue en este trayecto plagado de calamidades, hambre y frio, cuando escucharon por vez primera el nombre de Atahualpa, hijo del Sol, dios viviente que gobernaba con rnano de hierro, y usurpador del trona de Huáscar, el legítimo rey.
Con acierto, Pizarro dedujo que capturar a este líder y conquistar el imperio sería todo uno, ya que durante las escaramuzas a las que se enfrentaron en esas tierras, los españoles habían aprendido que, una vez se apresaba al jefe, la batalla quedaba parada instantáneamente, reconociéndose ipso facto la victoria del adversario.Así, cuando en su cabeza tomó la decisión de ir frontalmente contra Atahualpa, junto a su tropa para advertirles que en adelante los peligros serían mucho mayores y que ya habían perdido a doce compañeros desde su partida de Panamá y que por nada del mundo podía morir un solo hombre rnás. Así se hizo el juramenta y así se acordó proseguir, no ya hacia El Dorado, sino hacia Cajamarca, la ciudad donde residía Atahualpa. Y aquí es donde el relata se une a la embajada mencionada en las primeras líneas, la enviada por los incas para entrevistarse con los españoles a las puertas de Cajamarca, después de que estos últimos lograran cruzar los mismísimos Andes y sobrevivir a sus fríos, incluso cediendo sus mantas para que los caballos no se enfriaran, ya que en estos animales tan nobles depositaban sus esperanzas de victoria en ellos yen su líder, Francisco Pizarro, clara esta, quien en ningún momento creyó en las palabras de amistad emitidas por los heraldos del rey Atahualpa. Por ello, su primera decisión fue reunir nuevamente a los capitanes, advirtiéndoles de que solo a resguardo podrían vencer a los incas y que ese lugar era, por lógica, la propia Cajamarca, distante apenas un par de leguas de su posición.
Al amanecer del viernes 15 de noviembre de 1532, los españoles se dirigen a Cajamarca. Cuando llegan quedan sorprendidos por la altura de sus murallas, lo imponente de sus fortificaciones y la belleza de su simetría interior. Pero no sólo es eso, la ciudad se encuentra completamente vacía.
"Loa do sea Dios y su madre bendita, Nuestra Señora de la Victoria, que así escuchan mis oraciones”; exclama Francisco Pizarro. Y es que si para los españoles resguardarse en la ciudad significaba su salvación, para los incas de Atahualpa el sentido era el contrario, viendo sus calles como una ratonera de la que los barbudos no podrían escapar. Era por ello que Atahualpa ordenara unas horas antes abandonarlas, para permitir la entrada de los españoles en la ciudad, ya que su plan consistía en no dejarles salir de ella nunca más con vida. La primera medida que Pizarro estipuló fue localizar el paradero de sus enemigos, asentados en un campamento cercano y formado por miles de tiendas de los más variados colores. Acto seguido el análisis de la Plaza Mayor, dos veces en tamaño a la de Salamanca, rodeada por un murete que la separaba de las edificaciones y a la que únicamente se podia accede mediante tres calles. Idónea para tender una emboscada sin riesgo de muchas bajas. La caballería se dividió en tres escuadrones, comandados por Hernando de Soto, Hernando Pizarro y Sebastián de Belalcázar respectivamente. Cada uno de ellos escondido al final de las tres calles mencionadas. La artillería de Pedro de Candía quedaba emplazada en lo alto del templo que dominaba la plazoleta y el resto de hombres bajo el mando directo de Francisco Pizarro. El plan era sencillo: debía atraerse al emperador Atahualpa hasta el centro de la plaza para, una vez allí, ser apresado sin dificultad. Si todo se desarrollaba según lo previsto, nada debían temer los españoles, pero si algo fallaba, entonces sus vidas quedarían perdidas irremediablemente. Así lo hizo saber el capitán general a sus hombres, decretando que el siguiente cometido pasaba porque alguien de los presentes se dirigiese al campamento enemigo, para hacer creer a Atahualpa que se le invitaba a visitarles en son de paz y hermandad. "Pensaba que vuestra señoría tenia a sus hermanos para estos menesteres, pero de no ser así, yo iré”; dijo en voz alta Hernando de Soto, desafiando al propio Pizarro que podía ver en esas palabras un signo de agravio al honor familiar. Mas nada de ello se produjo y sí felicitaciones y buenos deseos para este caballero y los veinte jinetes que le acompañarían hasta el cerro de Pultumarca, donde se asentaban las tiendas ya mencionadas en torno a un palacio que, sin duda alguna, era la morada de Atahualpa.