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S P A A N S  ¡ M E   G U S T A !

PIZARRO EN CAJAMARCA

POLVORA Y SABLES EN CAJAMARCA

 

Serían las cinco de la tarde cuando entró el inca en la ciudad transportado en una litera, rodeado por cientos de soldados y otro centenar de criados que, con escobillas de pluma, barrían el suelo a su paso para que ni una mota de polvo manchara su piel. Bajo sus túnicas, porras bien escondidas, de esas que los españoles llamaban rompecabezas. Cuando Atahualpa llegó hasta la plaza el fraile Vicente Valverde salió a su paso, Biblia en mano, para explicarle quién era Jesús, el Papa de Roma y la mismísima Virgen María. A muchos les extrañó esta situación, pero Pizarra, hombre de palabra como era, había jurado al emperador Carlos V que antes de guerrear contra los indios les explicaría las Sagradas Escrituras, tal y como en ese instante hacía fray Vicente.

Batalla de Cajamarca. Los hechos sucedieron en el interior de la ciudad.Quien no estaba por la labor de aprenderlas era Atahualpa, como demostró el hecho de que arrojase la Biblia al suelo como señal de desprecio. Ese fue el momento elegido por Pizarra para ordenar a su arcabucero, Juan Llano, que disparara su arma, señal con la que se iniciaba el plan establecido. A ese disparo le siguieron muchos otros dirigidos contra la comitiva de Atahualpa que, horrorizada por el estruendo y el humo de la pólvora, comenzó a correr por las tres calles adyacentes, sin importar lo que sucediese con su jefe hasta ese momento idolatrado.

El pánico creció aún más cuando de sus escondites salieron los caballos y sus caballeros, obligando a los incás a recular, muriendo muchos de ellos aplastados por sus propios compañeros. Atahualpa, desconcertado por la situación, permanecía atónito en su pedestal sin saber cómo reaccionar y aún menos cuando unas manos le arrojaron de su litera al vil suelo, haciéndole morder ese polvo que le devolvía al mundo de los mortales. Asombra que el único español herido en aquella refriega fuese el propio Francisco Pizarra, de un corte en su mano provocada por uno de sus compañeros involuntariamente, y aún más que ninguno de los miles de incas que aguardaban en las murallas de Cajamarca intentara liberar a su emperador apresado. Porque, al parecer, Atahualpa no era tan querido como él pensaba y eran mayoría los que deseaban verle muerto por haberle arrebatado el trono ilícitamente a su predecesor en el cargo, Huáscar. Por ello, los barbudos fueron vistos incluso como libertadores, a los que agasajaron a la mañana siguiente con numerosas ofrendas elaboradas en oro y piedras preciosas. El capitán general no podía ocultar su sorpresa por el feliz desenlace de la batalla y, como muestra de gratitud por tanto obsequio, ordenó a sus hombres que se enterrara a los muertos del día anterior, cuyo número ascendía a no menos de 3.000.

UN IMPERIO A SUS PIES

Cajamarca, sin ser la última batalla que disputaron los castellanos para doblegar al Imperio Inca, sí supuso la más valiosa de las victorias que aún estaban por llegar. En gran medida por la captura de Atahualpa, quien percibiendo la avaricia de sus captores prometió llenarles una sala de oro hasta el techo y dos galpones repletos de plata con la condición de ser liberado. Cumplió el indio su palabra, no así los españoles, quienes al averiguar que se estaba organizando una revuelta para rescatar al hijo del Sol, decidieron darle muerte por garrote vil, demostrando cuán poco vale la vida de un dios menor y con quiénes se las deberían gastar desde entonces los pueblos incas aún no sometidos al futuro gobierno del emperador Carlos V.

 

Terug